jueves, enero 19, 2006

Dos sopaipillas.

Las doce y media, respondió el Jaime cuando le preguntaron la hora, luego de que el casco blanco se había ido lo suficientemente lejos. Media hora más, pensó José mientras llevaba el carro con los ladrillos y sentía el sudor correr bajo el casco. El sol caía sobre los rincones de la ciudad; día de diciembre, y la obra avanzaba al ritmo de sus obreros, muchos de ellos que en ese instante, y a José les pasaba lo mismo, sentían las glándulas salivales activarse a una velocidad más rápida de la que el reloj iba a darles la oportunidad de calmarlas.

La espalda y los muslos dolían, pero siguió hasta dejar los ladrillos al borde del muro, y se regaló un par de segundos antes de emprender el regreso con el carro de una sola rueda. Entre las ocho horas de carro, y las tres de bicicleta (una y media de ida, una y media de vuelta) se podía entender la tensión de sus músculos cuya piel estaba teñida del color del sudor, del sol, del trabajo y del polvo. Y la tensión sólo se aliviaba al pensar en el rostro de su hija, Silvia, y en verla hecha una profesora, tomando entre sus manos un día el título; un día en el que pediría permiso en el trabajo, se pondría el traje, y de la mano de su vieja la mirarían con los ojos llenos de lágrimas. Por eso deambulaba de obra en obra en una ciudad que no se detenía y parecía estar siempre hambrienta de casas y de edificios, hambre aquella que era la que le daba trabajo, deambulando de un lugar a otro de la ciudad cada vez más grande, con más buena que mala suerte, ya que no había parado de trabajar, aunque los sueldos no siempre fuesen buenos; pero siempre algo caía. La Teresita que llevaba en la billetera, regalo de su madre, no lo abandonaba.

Recordando los libros que había tenido que comprar Silvia para sus exámenes de fin de año, miró con tristeza el cielo cuando el reloj les señaló a todos la una de la tarde, la hora del almuerzo; ese que algunos traían en sus loncheras, y otros, como él, se apresuraban en ir a proveerse en algún lugar exterior a la obra. Pero siendo certeros, él no se apresuraba. Con calma, como si nada lo apurara, como si el estómago no gruñera, se secó el sudor con la toalla que tenía en la mochila y se sacó el casco. Luego se encaminó a la calle, y desde la entrada de la obra divisó el carrito de doña María, en la esquina siguiente. La señora había aparecido junto con el edificio en construcción, vendiendo sus alimentos con tanto esfuerzo como ellos elevaban a los cielos el cemento y los ladrillos. Llegó al quiosco, y la miró con una sonrisa que ella correspondió, mientras atendía a quienes estaban antes que él. Sintió llegar a sus narices el olor del aceite crepitante, del pan, del pebre, de los tomates que doña María usaba en sus sanguches, de las empanadas de queso fritas, de las sopaipillas de color amarillo que lo llamaban con una sonrisa que no existía.

Buenos días, pues, don José. Buenos días, doña María. ¿Muy cansado? Como bestia, pero hay que ponerle el hombro a la pega pues. ¿Lo mismo de siempre? Sí, doña María. Le traje harto pebrecito, como a usted le gusta, y ya sabe usted que ahí tiene la mostaza y el ketchup. Muchas gracias doña María. ¿Quiere de las que están listitas o le frío otras? Si las que tiene están calientitas, deme de esas. Calientitas pues. Tome, ahí usted llénelas a su gusto. Gracias, doña María.

Dejó una de las masas amarillas cuadradas y fritas en la hoja de toalla nova, y comenzó a embadurnar la otra, como tantas veces, con abundante pebre, el que tenía harto tomate y orégano. Y luego, chorreó sobre el picantito los condimentos amarillos y rojos, el sabor que encubría lo magro para semejar la abundancia y engañar a la boca. Tomó la otra sopaipilla, la puso sobre la que había echado los rellenos, y se sentó al borde de la calle a comer. Y mientras, sin prisa, daba la primera mascada cuidando de que nada se cayera, pensaba en sus ganas de pedir dos más, pero se decía que no podía, que en los libros se había ido casi todo, y había que dejar para lo que quedaba del mes, y que más encima iba a ser Navidad; pero que iban a pagar pronto, que podía aguantar hasta los porotos que le tendría su mujer y que comería con avidez cuando comenzara a caer la noche; y que por mientras jugaba a satisfacer su estómago de obrero reteniendo en la boca la masa de harina, el aceite, y la mezcla de sabores que con su ardor le devolvía la energía.


Saludos,

S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.

2 comentarios:

  dijo...

Bueno, como siempre no más, para qué más elogios xD

Y por cierto, te invito a un juego! >>

edufica dijo...

Gran historia Sr.Peñailo, admiro su forma de escribir...cada palabra que impregna en sus historias tienen un sentimiento que emociona mucho...

salu2