lunes, octubre 16, 2006

Discurso anual 2006.

(¿Creyeron que se iban a librar de mi discurso anual? Pues este año no les daré en el gusto. Me daré en el gusto.)

Para más antecedentes sobre mis discursos anuales, visitar: http://elpoleno.blogspot.com/2005/10/discurso-anual-2005.html

Santiago, 12 de octubre de 2006

(Sé que este esfuerzo es inútil; de todos modos terminaré escribiéndolo el 15 en la madrugada, sin dormir. Sé que este esfuerzo es en vano; de todos modos, ¿alguien escribe un discurso para el día de su cumpleaños?)

Bien, son 19. Este año no hay sueños que regalar, ni presupuesto para enviar cartas. Sin embargo, antes de ahondar en tragedias, leí a alguien a quien yo no debería leer, y recordé que las llamas del infierno ni siquiera me han rozado. Se hace necesario, por lo tanto, escribir alguna otra cosa.

Santiago, 15 de octubre de 2006
(6:00 AM)

(Predicción cumplida. Con una sonrisa luego de ver dos botellitas de vodka polaco –“para bisontes”- y muchas estampillas de ese país, prosigo.)

“En ausencia” de los sueños y las esperanzas, que he pretendido regalar en otros discursos, ¿qué queda? (ya que ahora no siento que pudiera regalar esos extraños bienes) Esa pregunta me ha estado rondando, y creo haber encontrado una respuesta.

En el contexto actual, sin Instituto, con mucho menos tiempo del que alguna vez tuve para irme a vagar por calles céntricas, y con otras tantas ausencias circunstanciales, los momentos aparecen más fuerte, y se valoran más. Y no es malo aprender a valorar el instante, a vivirlo, a disfrutar ese momento que, aunque pudiera perfectamente ocurrir en otro momento, es único e irrepetible (e imperfecto, pero eso da lo mismo). De este año podría decir que han faltado varias cosas, pero no momentos para atesorar. Se me vienen a la mente algunos. Una camiseta en vez de la bomba de agua que temí, un helado para endulzar los nervios en días demasiado agitados. Un inesperado viaje nocturno a una vecina provincia; y un aún más inesperado paseo en bicicleta, con el vértigo de recorrer las calles y una extraña sensación de paz. Bailes en callejuelas escondidas, y caminatas que las micros hacen en dos minutos (pero que aquel tren podría demorar medio día en hacer, ¿no?). Cotidianeidades como la caminata de cada viernes a la Alameda, siempre un buen momento; o abrir una caja de CDs y allí encontrar…

(O estar escribiendo este discurso y que una canción que dice que hay un lugar en el sol te interrumpa.)
(Y que te interrumpa luego otra que habla de peleas perdidas en tu ciudad… ¿Alguien llamó a las radios?)

Los momentos, de los que ha estado muy pleno este año, son cosa que agradecer.

Otra son las presencias… Y aquí tengo que hacer una mención explícita. Porque fuiste tú, Claudia Pavez de las palabras que se quedan, la que me habló de la presencia del corazón hace un año, y me hizo ver algo que no había visto. He llegado a creer que tenías razón; esa era la más importante. Y las otras presencias llegan por añadidura… Porque este año no recuerdo haber tenido que pelear con alguien para reclamar su presencia, y han llegado solos los momentos de reunir caminos. De extraños modos aparecen las presencias… Como en el blog de Deportes Melipilla. Todo un año creyendo escribir para casi nadie, y llega el aniversario y resulta que los lectores tienen nombre y rostro. No sólo están, son. Reconociendo que muchas veces uno espera, quiere, y necesita las presencias palpables y visibles, saberse presente en el corazón de otros y “tener” a quienes llevar consigo en el alma, es una bendición bastante considerable.

Y los sentimientos. Aquellos que por bastantes tiempo he evitado (más bien, evité) expresar de otro modo que con las palabras, para algunos, encantadoras. Hasta que aprendí que otros gestos no hacen daño. Podré haber perdido la memoria del momento o la situación exacta, pero no puedo olvidar, Seba, la primera vez que te di un abrazo y dejé de llamarte “Rueda”. ¿Te acuerdas? Bien, aunque en algunos momentos haya creído que expresar los sentimientos no valió la pena, que a veces ese “esfuerzo” fue en vano, debo admitir que aquellas ocasiones son las mínimas, y que me equivoco en pensar eso, porque aunque en el momento en que lo piense las gentes y las situaciones hayan cambiado, en ese momento quizás sí fue valioso. Creo que he ganado mucho más de lo que pudiera haber perdido (no sé qué perdí en realidad… creo que nada) en este proceso de expresar sentimientos y de dejar de temerle a eso. Gané bastante; mucha gente ayudó en el camino, y sigue ayudando. Lo mejor de todo es que quedan. Aunque a veces no sean los mismos, queda su memoria y su huella.

Por último, y no menos importante, (y además, algo que permanece siempre) el aprendizaje. Tampoco se me olvida esa frase de “las cosas que cada uno ha aprendido del otro”, que siempre viaja en mi billetera, escrita en aquel papel que no esperé.

Tenía una duda, y tengo cuatro respuestas. Y debo tener algo de pobre, porque considero que es algo por lo cual debo dar gracias.

Y si Teiilier dice que lo único verdadero es que “respiramos y dejamos de respirar”, aquí me tienen, respirando 19.

Hasta pronto. Los que me conocen, saben que uso poco el “adiós”.




Eduardo Esteban Peñailillo Barra



Presidente de la República Popular de Polenia (y otras naciones imaginarias).

Redactor, editor y director de
“Las aventuras y desventuras de Deportes Melipilla”.

Ideólogo y ocioso tras
“Boletos de micro”, ¡El fotolog de los boletos!

Administrador del sitio web
“República Turca del Norte de Chipre en Español”.

Estudiante de 1er año de Licenciatura en Historia, Universidad Alberto Hurtado.

Miembro del grupo de formación juvenil (3 años, más de 100 reuniones, ¿¿¡¡y aún no somos capaces de tener un nombre!!??) de la Parroquia San Rafael.

7mo I 2000-4to I 2006, Instituto Nacional.

“Muñeco Pepón”, “Peñailo”, “poleno”…

Y otros tantos titulos imaginarios y no tanto.



Saludos,

S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.

lunes, octubre 02, 2006

Rueda el lapiz, rueda, rueda.

Dar una prueba oral no es un asunto fácil, pienso, mientras trato, al igual que mis compañeros que sentados en las bancas revisan sus apuntes, de retener cantidades ingentes de información que es absolutamente imposible que pudiéramos retener en diez minutos, aunque seguramente pagaríamos si alguien nos prometiera que es capaz de, por decirlo de un modo, hacernos "tragar" esas hojas de papel llenas de apuntes, y los artículos acumulados en esas rumas de fotocopias de la cual sólo hay cuatro ejemplares de cada una y hay que pelearlas antes de que otro se la lleve con anticipación. Pero no es posible, y allí estamos. Esperando que el verdugo nos corte la cabeza, por hacer una analogía.

Como el ser humano suele ser un ser (valga la redundancia) incapaz de quedarse callado, especialmente luego de sufrir una importante acumulación de sentimientos, la salida de las primeras víctimas resulta ser algo que desazona. La delegada, la que encabeza al curso para cualquier actividad o alguno de los siempre existentes llamados a paro o manifestación, sale en un estado cercano a la histeria, desenfunda su celular, y se desahoga en público y en privado, gritando con la voz quebrada que sabía las respuestas de las preguntas realizadas a los otros que cruzaron el umbral de lo que normalmente es una sala, pero ahora se ha convertido en una sala de tortura, junto a ella; que el único artículo que no leyó era el dedicado a una tal "mica", palabra que no me suena, pienso, mientras me he aburrido de mirar tantas veces los mismos apuntes y he decidido ponerme estoico para mis asuntos, para que las clases de Filosofía Medieval me sirvan de algo: Las preguntas que me harán, dos, serán de artículos que no he podido leer debido a la escasez de dossieres, por lo cual me plantarán un lindo uno como nota, y no habrá mucho que hacerle. Estoicismo, me repito, como para convencerme; como el pesimismo ha funcionado en otras tantas ocasiones.

Poco a poco van saliendo los otros dolientes de esta ocasión, con miradas cabizbajas, pocas palabras, y expresión resignada. Pregunto si se ha sabido de alguien que le haya doblado la mano al destino, o mejor dicho, a las preguntas del verdugo de turno, que en la primera clase nos dijo que no había que tenerle miedo, pero que en las pruebas orales a sus alumnos solía irles mal. Una, me responden. Una. Más que apostar a las probabilidades de emularla, sigo apostando al estoicismo resignado, porque sé que no aprenderé ni recordaré las características de la cerámica Molle en los breves o largos instantes que me queden. De pronto, con esa sonrisa levemente satisfecha y con un toque de sadismo como con la que salen los dentistas a buscar a sus pacientes, él, ese profesor que el resto de los días miramos para abajo por su porte y que ahora se ha convertido en un gigante infranqueable, Esfinge ante la cual no somos ningunos Teseo, sale a buscar nuevas víctimas. Algunos y algunas toman sus mochilas, dispuestos a entrar. En un par de rostros se ve algo de optimismo, o unas risas que son de nervios. En otros, el ceño fruncido. "Falta uno", dice, y yo, que he tratado de mantenerme con calma todo este momento que hace que a cualquiera se le hiele un poco la sangre, miro al resto, y nadie se levanta. Nadie se levanta. Resignación, me digo. Acabemos con esto, mientras cierro la mochila para entrar, último gladiador de los que saludarán al César en esta lid, y saco como única arma, cual tridente, un lápiz. Un lápiz, sí. Un pequeño truco que me han recomendado. Y no como para anotarme las respuestas en la mano. Si ante una prueba oral no hay torpedo que valga.

Le sigo por el breve pasillo, y me uno a la fila de trémulos y nerviosos que, sentados, aguardan "un golpe de suerte", como aquella canción de Lucho Jara decía. Ya sabrán, sabremos, si nos tocará bailar con la fea o nos luciremos en la pista. Mientras pregunta los nombres aprovecho de practicar con el lápiz, que tiene una sola utilidad para mi persona. Hacerlo rodar. Lo he traído sólo para hacerlo rodar con las manos, para con ese paso de un lado al mismo lado, en espiral y círculo infinito, yo desenredarme y distenderme, si eso es posible. Lo siento pasar entre mis dedos pulgar e índice, pasando como si fuera lo único que pasara en el momento, como si fuera un vientecillo que sale no sé de dónde, marcando un tiempo distinto al de los segundos, distinto al tic-tac del reloj. En medio de esa sensación pregunta mi nombre. Se lo digo, con esa vocecilla media aguda que jamás me haría ganar un concurso para locutor radiofónico. "Peñailillo", repite él, y, como toda esa gente, como la mayoría de la gente, como el papá de mi amigo, lanza una anécdota que cree divertida, señalando que tenía una compañera en la básica con ese apellido, a la que le decían "Peñagrillo". Se ríe levemente, yo invento algo de risa. Alguna vez también me dijeron así. La gente suele tener problemas con mi apellido, y otros así. Pasado. No dejo que el recuerdo me turbe. Hago rodar el lápiz un poco más.

Comienzan las preguntas. El primero en responder esboza una respuesta, a tropezones, pero logra algo coherente. Un cinco, premio a algunas gotas de sudor que le corren desde los cabellos. Siguiente pregunta, y es una de un artículo que leí y ya no recuerdo. Un gordito parece que también pasó raudo por aquel documento no muy útil; no la sabe. Luego una niña que suele saludarme, y que usa lo que ella llama "lentes de topo". Tampoco lo logra. Yo no sería la excepción, si me toca a mi, pienso, y hago rodar el lápiz velozmente; ansiedad, que alguien conteste, yo no lo sé. Le sigue alguien que no tiene buen antecedente. "No entregaste el trabajo", le señala el profesor. El tipo no intenta esbozar excusas. Ya, la misma pregunta. Y sabe. Algo sabe. Sí, algo sabe, la intensidad de mis giros disminuye y vuelve a ese ritmo de Rosario que ha adquirido mientras le escucho hablar del weichafe y dar detalles que, por supuesto, no recordaba en ningún lugar de mi memoria.

Termina, habiendo convencido relativamente al profesor, y yo miro al lápiz girar, girar y girar. Sigue otro, que da una respuesta no muy clara a su pregunta. Luego la niña que está a mi lado. Está nerviosa, se le nota en la voz, y no quiero mirarla. Allí está el lápiz, proporcionándome la distracción necesaria, desviando mi atención con su paso por las yemas de mis dedos, yemas de mis dedos, pienso, mientras ella va lanzando ideas, algunas correctas, otras que no tienen nada que ver con la Cultura Llo-Lleo, y el profesor le dice que esté calmadita, que no se ponga nerviosa, y ella traga saliva, vuelve a la carga, pero no pasa mucho sin que vuelva a confundirse. Yo muevo la cabeza, como diciendo para mis adentros que eso no, que no es Llo-Lleo, que es Molle, y miro la tapa del lápiz. Ella termina, y yo levanto la cabeza, sin dejar de girar ese artilugio que ha logrado desviar mi atención de los nervios y de aquella cabeza calva que me mira, y a la que yo miro con cierta tranquilidad y un dejo de sonrisa, y me pide que le hable sobre Aconcagua.

Aconcagua. Me tomo un momento de reposo, dos giros adelante y dos atrás al lápiz negro que me acompaña, para señalar un "es como" que me hace ganar una reprimenda por usar una muletilla. Otro giro al lápiz, para la seguridad, y lo cambio por un "es", porque es PIT en Chile Central, y me mira con cara de "bien", y luego recuerdo la fechación exacta, que le saca una sonrisa al inquisidor al oírla, y después recuerdo la presencia de canales de regadío, que no hay arte rupestre, como decía Niemeyer, y hasta saco de mi memoria las categorías de cerámica y para que servían, recordando los pucos, y que pardo-alisado había sido "mirada a huevo" por su tosquedad, pero que era fundamental por su rol en la cocción de alimentos. Me detengo. "Partiste como caballo inglés", me dice; me acuerdo del Potro, un potro que pocos conocen, y me dice que siga. Recuerdo dos o tres cosas más. "¿Algo más?", pregunta. Hago rodar el lápiz con chasquidos inaudibles, a ver si el ritmo me da otra respuesta más. Nada más. Espero, mira la hoja, y dice "un seis...". No escucho lo que sigue. Un seis, sea el número que le siga, es más de lo que hubiera esperado.

Segunda ronda de preguntas. El cinco se le troca en un dos al primero de los interrogados, porque apenas es capaz de responder una o dos palabras con respecto a lo que se le pregunta. Mi cuenta de oración con forma de lápiz va pasando lentamente entre mis dedos, y luego de escuchar ese número de cuatro letras ya puedo acompañarla mentalmente con algo de música, y ya no "Boxers", porque aunque me den un nocaut en la última pregunta, al menos gané un round. Se retira el primer contendor, y nuestro verdugo saca de bajo la manga un as que había cortado varias cabezas en la ronda anterior. Pregunta por una tal "maca". El gordito se ríe de nervios, y no sabe. Un uno. La niña de las gafas tampoco sabe, e intenta articular una excusa sobre una licencia que nadie logra comprender bien. No le sirve, claro. Ya queda menos gente en esa sala, y el que no entregó el trabajo vuelve a saber. Y cuando dice "Inca", sé que no es con "c", que el asunto se llama "makka", y que si nuestro interrogador hubiera dicho "aríbalo" probablemente alguno de los anteriores interrogados hubiera podido dar con la respuesta. Da bastantes detalles el muchacho, mientras yo me tomo la cara y abro la boca con expresión de "lo recuerdo todo", como si me hubieran reimplantado la memoria, y luego vuelvo al lápiz, pensando en que esa pregunta no será para mi, mientras él se salta algunos detalles que hacen que saque un cuatro y tanto, y la falta del trabajo no le da una buena nota, pero se gana el calificativo de "inteligente" del profesor. Tiene un buen atenuante, sin embargo. No ha de ser fácil hacer una tesis de Sociología tratando al mismo tiempo de estudiar para un ramo como este, de artículos arqueológicos, tembetás y cerámicas de incisiones reticuladas.

Quedamos tres. Uno se va con una respuesta más bien mala, y una nota correspondiente a aquello. Luego, la niña otra vez, y para que la corriente de los nervios, los nervios que no se me han desatado y han sido incapaces de hacerme temblar las piernas, como tantas veces, en interpretaciones de flauta y terminales infinitos, los voy echando con el molino que es mi lápiz y sus giros; fuerza suficiente como para expulsarlos en un canal de tranquilidad que los estoicos esos en que pensaba hace un rato envidiarían, y que no tiene la niña que está a mi lado, que esta vez responde más conclusiones que claridades, y está a punto de quebrarse, y el profesor le dice que se calme, y que esta vez su respuesta no da para una buena nota. Se retira, conteniéndose como puede. Irá al baño, supongo.

"Estamos solos", pienso, y eso me da risa para mis adentros. Afuera Pablo mira, ansioso porque le tocará a él, pero se permite hacerme un gesto de ánimo, que agradezco a la vez que trato de evitar, porque me desconcentra del ritmo del lápiz, que ha rodado y rodado durante estos minutos indeterminados de interrogación; tabla de salvación de este náufrago. Última pregunta, y luego de algunos comentarios, el inquisidor se da a la tarea de pensar qué preguntarle a este muchacho. Háblame del sistema de filiación mapuche. Y de mi boca pareciera salir un cuento, cuando me oigo decir "Todo comenzó cuando José Toribio Medina..." y luego recuerdo la controversia Latcham-Guevara, y la corriente, esa corriente fuerte y a la vez con tan pocas turbulencias que ha hecho fluir ese molino activado por mis manos en aguas invisibles, saca a flote el conteo de los indios de la Isla Mocha, y Silva, y la doble filiación, el cuga y el laku. ¿Algo más?, escucho decir otra vez. No, no hay más.

"Faltaron algunos detalles del artículo de Silva, pero está bien". Un 6,4 me dice, y, paradojas del destino, el trabajo me lo baja a un 6,1. "Así es la vida", pienso, aún sin convencerme tanto de que esa misma existencia me haya traído una nota así en una prueba como esa, como que aquellos giros hayan contenido mi pseudo-parkinson que suele desatarse en ocasiones mucho más baladí que esta. Le hago un par de consultas, me dice que haga pasar a quienes falten, y salgo. Me preguntan uno o dos como me fue. Me fue bien, ¿qué otra cosa podría decir?, y a sus caras que siguen con expresión interrogante les detallo que fue un seis uno. Entran todos, porque no quedan más, salvo el del pulgar levantado, que deban enfrentarlo con el discurso; ahora han de explayarse sobre el papel. Les dejo enfrentarse a sus propios leones, y yo bajo la escalera como corre por las escaleras la niña que va a recibir a su enamorado, con una sonrisa indisimulable, y aún siento el girar, el buen girar, el salvador girar de aquel lápiz entre mis dedos, que fue más que un simple lápiz, pienso, mientras me digo mi mismo que le he doblado la mano, y eso me hace reír en silencio, y me da ganas de contárselo a alguien.

(Cualquier similitud con la realidad... No es coincidencia.)

Saludos,

S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.