miércoles, diciembre 28, 2005

Navidad a oscuras

(Acogiendo una sugerencia dejada en www.fotolog.com/elpoleno pondré también aquí el cuento "Navidad a oscuras", que publiqué en el lugar mencionado.)

Gracias al pequeño transistor onda corta que le regaló un padre que no terminaba de comprenderle, don Manuel Aguilar, párroco de La Bayamera, pudo escuchar por Radio Vaticana el saludo de Navidad del Papa Pablo VI. Eso le ayudaba a acompañarse en una fecha solitaria. Solitaria como solitarios eran sus días de sacerdote. Sabía que serían así, pero eso sólo se le había hecho patente cuando llegó enviado por monseñor Amigo a La Bayamera. Recordaba ese primer día, y la "calurosa" bienvenida que le había proporcionado el alcalde, que había mandado clausurar la puerta principal de la parroquia a una hora de llegar, con el pretexto de que la pared del frontis era un peligro de derrumbe, y que ese derrumbe podía ocurrir al abrir la puerta.

Aquel primer gesto sería reflejo de la soledad que le acompañaría en los meses posteriores. Ni siquiera el venir de la capital le atrajo el contacto de los pobladores, quienes en su gran mayoría lo rehuían al verlo pasar. Los únicos que no se cohibían en hablarle eran los de la junta de racionamiento, que cada vez que el sacerdote iba a buscar sus raciones le recibían con una alegría que nadie más le demostraba, pero siempre acompañada de las insinuaciones de “Padrecito, nos dijeron por ahí que se va a la Parroquia de…”, señal de que tampoco estaban muy contentos de su permanencia en el lugar. Permanencia… Esa era la palabra correcta. Difícilmente se podrían usar otros adjetivos que usaban los sacerdotes: “trabajo”, “misión”. El padre Aguilar contaba su feligresía dominical con los dedos de las manos. Y a veces le sobraban dedos.

La emisora de Roma anunció que continuaría sus transmisiones con música, y don Manuel apagó el receptor para comenzar a preparar la misa de Navidad. Comenzó lentamente a desplegar un mantel blanco que doña Lucía le había regalado a su llegada, y con un trapo viejo limpió el altar resquebrajado y las imágenes que quedaban en el templo. Mientras limpiaba, pensaba en si sus avisos de que celebraría la Navidad tendrían eco. No habían faltado las ocasiones en que había celebrado misa solo. Además, en esas fechas, el control era férreo. Doña Lucía, que vivía al frente, no tenía miedo; pero a veces tampoco ella podía ir. Y él no era quien para exigirle a ninguno de sus feligreses. Sabía que, en cada ocasión, se arriesgaban.

Cayó la noche. Don Manuel, cabellera blanca a sus cuarenta años, vio que todo estaba lo mejor arreglado posible; lo mejor que se podía esperar en un templo que se llovía, que tenía tejas caídas, paredes resquebrajadas, y donde faltaba todo, menos oscuridad y soledad. Había electricidad esa noche, y podía considerarse afortunado de encender la bombilla eléctrica que iluminaba el altar. Aunque aún faltaba para la hora que había anunciado, abrió la puerta lateral del templo. Señal de desafío. Desde afuera, música atronadora contestaba y no tenía intenciones de cesar.

La bombilla y los insectos chirriaban. La luz de las estrellas miraba al padre Aguilar, y el padre miraba el reloj; y el reloj, los insectos, la bombilla y el padre veían que nadie llegaba. Al frente no había luz alguna encendida. La música seguía sin cesar reproduciéndose en la sede del partido y en la cantina. Y llegó la hora. Dudó de si hacer algo que no tenía sentido; pero el Salvador tampoco era cosa de razón, y le pedía hacer misa aunque estuviera solo. Buscó la estola, los pocos implementos que trajo en la maleta, y comenzó a cantar. Se aseguró sí de tener una compañía: la foto de su familia se apoyaba en una vela sobre el altar. Mientras el baile y la fiesta parecían estar en su punto álgido, Aguilar se esmeraba en leer el Evangelio. Y se cortó la luz.

La música no pudo continuar. Él sí; sabía el procedimiento de memoria. Además, estaba representando un monólogo. En la oscuridad vio venir las nubes en el cielo, y una gota le apagó la vela en el último amén. Así era la lluvia en el trópico. Impredecible. Se predijo una mala noche tratando de evitar las goteras. Se tendió en el banco que le servía de cama, y se guareció con las frazadas. “Feliz Navidad”, se dijo, antes de cerrar los ojos tristes.


Le acariciaban la cara. Era su madre; la única feliz de verlo sacerdote. Pero le estaba llamando padre, no hijo. La palabra resonaba cada vez más en sus oídos.

Abrió los ojos. Con el rostro perplejo, y los sentidos tratando de reaccionar, vio entonces a doña Lucía a su lado tratando de despertarle. Tras ella, unas personas, veinte quizás, le observaban. Entre ellas, una clase de gente que hace mucho no veía. Niños.

-¿Qué hora es?
-Es la una de la madrugada. Nos preguntábamos si podría celebrar la misa de Navidad.

Adormilado, logró que sus músculos esbozaran una sonrisa. Permítanme despertar, por favor, les dijo, y le ayudaron mientras abría los ojos son creerlo.

Se dirigió al interruptor. Una voz cómplice le dijo:

-No hay luz.

Comprendió entonces, y dejó que el cielo y los ojos de la gente, iluminaran su Navidad a oscuras.


Saludos,

S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.

viernes, diciembre 23, 2005

Retoño.

- Me da una moneda para un pancito para mi y para mi nieto, por favor...

Desde la cuadra anterior, donde estaba esperando pasar aquella complicada esquina, había visto al anciano, que a un costado de la calzada vehicular aguardaba a que se encendiera la luz roja para recorrer con paso lento las ventanillas de los autos en busca de una moneda. Llevaba puesto un sombrero de viejo pascuero, y andaba trayendo un coche, en la parte inferior del cual unas bolsas de feria guardaban algunas de sus pertenencias, supuse.

Cuando llegué cerca de la esquina, y se dirigió desde el pavimento hacia mi, lo primero en que me fijé era en que el coche no llevaba a nadie.

El viejo también se percató, y me habló.

- Se llama Camilo... Tiene dos años, pero todavía le cuesta caminar, se cansa mucho, y por eso lo ando trayendo en este coche. Así además nos hacemos compañía. Vivimos solos; sus papás murieron, y desde entonces es mi retoño... Pido para mi, pero también para él. Compartimos el pan y la casa, y cuando junto hartas monedas, le compro un poco de leche.

No pude evitar mirarle, mirar su gorro cuya parte blanca estaba sucia, el coche vacío... En el cubículo delante de la palanca de cambios, una moneda de quinientos pesos que era parte del vuelto del diario que yacía abandonado en el asiento del lado derecho brilló. La alcancé y se la dí, acompañándola con un imperceptible "tome". Me sonrío y dijo:

- Le diría que le diera las gracias, pero es mudito. Así que yo le agradezco por mi y por él.

El viejo avanzó con su coche entre los autos hacia el que estaba detrás mio. Mientras lo miraba por el espejo retrovisor, el semáforo dio la luz verde. Había que continuar el camino.



S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.