lunes, octubre 02, 2006

Rueda el lapiz, rueda, rueda.

Dar una prueba oral no es un asunto fácil, pienso, mientras trato, al igual que mis compañeros que sentados en las bancas revisan sus apuntes, de retener cantidades ingentes de información que es absolutamente imposible que pudiéramos retener en diez minutos, aunque seguramente pagaríamos si alguien nos prometiera que es capaz de, por decirlo de un modo, hacernos "tragar" esas hojas de papel llenas de apuntes, y los artículos acumulados en esas rumas de fotocopias de la cual sólo hay cuatro ejemplares de cada una y hay que pelearlas antes de que otro se la lleve con anticipación. Pero no es posible, y allí estamos. Esperando que el verdugo nos corte la cabeza, por hacer una analogía.

Como el ser humano suele ser un ser (valga la redundancia) incapaz de quedarse callado, especialmente luego de sufrir una importante acumulación de sentimientos, la salida de las primeras víctimas resulta ser algo que desazona. La delegada, la que encabeza al curso para cualquier actividad o alguno de los siempre existentes llamados a paro o manifestación, sale en un estado cercano a la histeria, desenfunda su celular, y se desahoga en público y en privado, gritando con la voz quebrada que sabía las respuestas de las preguntas realizadas a los otros que cruzaron el umbral de lo que normalmente es una sala, pero ahora se ha convertido en una sala de tortura, junto a ella; que el único artículo que no leyó era el dedicado a una tal "mica", palabra que no me suena, pienso, mientras me he aburrido de mirar tantas veces los mismos apuntes y he decidido ponerme estoico para mis asuntos, para que las clases de Filosofía Medieval me sirvan de algo: Las preguntas que me harán, dos, serán de artículos que no he podido leer debido a la escasez de dossieres, por lo cual me plantarán un lindo uno como nota, y no habrá mucho que hacerle. Estoicismo, me repito, como para convencerme; como el pesimismo ha funcionado en otras tantas ocasiones.

Poco a poco van saliendo los otros dolientes de esta ocasión, con miradas cabizbajas, pocas palabras, y expresión resignada. Pregunto si se ha sabido de alguien que le haya doblado la mano al destino, o mejor dicho, a las preguntas del verdugo de turno, que en la primera clase nos dijo que no había que tenerle miedo, pero que en las pruebas orales a sus alumnos solía irles mal. Una, me responden. Una. Más que apostar a las probabilidades de emularla, sigo apostando al estoicismo resignado, porque sé que no aprenderé ni recordaré las características de la cerámica Molle en los breves o largos instantes que me queden. De pronto, con esa sonrisa levemente satisfecha y con un toque de sadismo como con la que salen los dentistas a buscar a sus pacientes, él, ese profesor que el resto de los días miramos para abajo por su porte y que ahora se ha convertido en un gigante infranqueable, Esfinge ante la cual no somos ningunos Teseo, sale a buscar nuevas víctimas. Algunos y algunas toman sus mochilas, dispuestos a entrar. En un par de rostros se ve algo de optimismo, o unas risas que son de nervios. En otros, el ceño fruncido. "Falta uno", dice, y yo, que he tratado de mantenerme con calma todo este momento que hace que a cualquiera se le hiele un poco la sangre, miro al resto, y nadie se levanta. Nadie se levanta. Resignación, me digo. Acabemos con esto, mientras cierro la mochila para entrar, último gladiador de los que saludarán al César en esta lid, y saco como única arma, cual tridente, un lápiz. Un lápiz, sí. Un pequeño truco que me han recomendado. Y no como para anotarme las respuestas en la mano. Si ante una prueba oral no hay torpedo que valga.

Le sigo por el breve pasillo, y me uno a la fila de trémulos y nerviosos que, sentados, aguardan "un golpe de suerte", como aquella canción de Lucho Jara decía. Ya sabrán, sabremos, si nos tocará bailar con la fea o nos luciremos en la pista. Mientras pregunta los nombres aprovecho de practicar con el lápiz, que tiene una sola utilidad para mi persona. Hacerlo rodar. Lo he traído sólo para hacerlo rodar con las manos, para con ese paso de un lado al mismo lado, en espiral y círculo infinito, yo desenredarme y distenderme, si eso es posible. Lo siento pasar entre mis dedos pulgar e índice, pasando como si fuera lo único que pasara en el momento, como si fuera un vientecillo que sale no sé de dónde, marcando un tiempo distinto al de los segundos, distinto al tic-tac del reloj. En medio de esa sensación pregunta mi nombre. Se lo digo, con esa vocecilla media aguda que jamás me haría ganar un concurso para locutor radiofónico. "Peñailillo", repite él, y, como toda esa gente, como la mayoría de la gente, como el papá de mi amigo, lanza una anécdota que cree divertida, señalando que tenía una compañera en la básica con ese apellido, a la que le decían "Peñagrillo". Se ríe levemente, yo invento algo de risa. Alguna vez también me dijeron así. La gente suele tener problemas con mi apellido, y otros así. Pasado. No dejo que el recuerdo me turbe. Hago rodar el lápiz un poco más.

Comienzan las preguntas. El primero en responder esboza una respuesta, a tropezones, pero logra algo coherente. Un cinco, premio a algunas gotas de sudor que le corren desde los cabellos. Siguiente pregunta, y es una de un artículo que leí y ya no recuerdo. Un gordito parece que también pasó raudo por aquel documento no muy útil; no la sabe. Luego una niña que suele saludarme, y que usa lo que ella llama "lentes de topo". Tampoco lo logra. Yo no sería la excepción, si me toca a mi, pienso, y hago rodar el lápiz velozmente; ansiedad, que alguien conteste, yo no lo sé. Le sigue alguien que no tiene buen antecedente. "No entregaste el trabajo", le señala el profesor. El tipo no intenta esbozar excusas. Ya, la misma pregunta. Y sabe. Algo sabe. Sí, algo sabe, la intensidad de mis giros disminuye y vuelve a ese ritmo de Rosario que ha adquirido mientras le escucho hablar del weichafe y dar detalles que, por supuesto, no recordaba en ningún lugar de mi memoria.

Termina, habiendo convencido relativamente al profesor, y yo miro al lápiz girar, girar y girar. Sigue otro, que da una respuesta no muy clara a su pregunta. Luego la niña que está a mi lado. Está nerviosa, se le nota en la voz, y no quiero mirarla. Allí está el lápiz, proporcionándome la distracción necesaria, desviando mi atención con su paso por las yemas de mis dedos, yemas de mis dedos, pienso, mientras ella va lanzando ideas, algunas correctas, otras que no tienen nada que ver con la Cultura Llo-Lleo, y el profesor le dice que esté calmadita, que no se ponga nerviosa, y ella traga saliva, vuelve a la carga, pero no pasa mucho sin que vuelva a confundirse. Yo muevo la cabeza, como diciendo para mis adentros que eso no, que no es Llo-Lleo, que es Molle, y miro la tapa del lápiz. Ella termina, y yo levanto la cabeza, sin dejar de girar ese artilugio que ha logrado desviar mi atención de los nervios y de aquella cabeza calva que me mira, y a la que yo miro con cierta tranquilidad y un dejo de sonrisa, y me pide que le hable sobre Aconcagua.

Aconcagua. Me tomo un momento de reposo, dos giros adelante y dos atrás al lápiz negro que me acompaña, para señalar un "es como" que me hace ganar una reprimenda por usar una muletilla. Otro giro al lápiz, para la seguridad, y lo cambio por un "es", porque es PIT en Chile Central, y me mira con cara de "bien", y luego recuerdo la fechación exacta, que le saca una sonrisa al inquisidor al oírla, y después recuerdo la presencia de canales de regadío, que no hay arte rupestre, como decía Niemeyer, y hasta saco de mi memoria las categorías de cerámica y para que servían, recordando los pucos, y que pardo-alisado había sido "mirada a huevo" por su tosquedad, pero que era fundamental por su rol en la cocción de alimentos. Me detengo. "Partiste como caballo inglés", me dice; me acuerdo del Potro, un potro que pocos conocen, y me dice que siga. Recuerdo dos o tres cosas más. "¿Algo más?", pregunta. Hago rodar el lápiz con chasquidos inaudibles, a ver si el ritmo me da otra respuesta más. Nada más. Espero, mira la hoja, y dice "un seis...". No escucho lo que sigue. Un seis, sea el número que le siga, es más de lo que hubiera esperado.

Segunda ronda de preguntas. El cinco se le troca en un dos al primero de los interrogados, porque apenas es capaz de responder una o dos palabras con respecto a lo que se le pregunta. Mi cuenta de oración con forma de lápiz va pasando lentamente entre mis dedos, y luego de escuchar ese número de cuatro letras ya puedo acompañarla mentalmente con algo de música, y ya no "Boxers", porque aunque me den un nocaut en la última pregunta, al menos gané un round. Se retira el primer contendor, y nuestro verdugo saca de bajo la manga un as que había cortado varias cabezas en la ronda anterior. Pregunta por una tal "maca". El gordito se ríe de nervios, y no sabe. Un uno. La niña de las gafas tampoco sabe, e intenta articular una excusa sobre una licencia que nadie logra comprender bien. No le sirve, claro. Ya queda menos gente en esa sala, y el que no entregó el trabajo vuelve a saber. Y cuando dice "Inca", sé que no es con "c", que el asunto se llama "makka", y que si nuestro interrogador hubiera dicho "aríbalo" probablemente alguno de los anteriores interrogados hubiera podido dar con la respuesta. Da bastantes detalles el muchacho, mientras yo me tomo la cara y abro la boca con expresión de "lo recuerdo todo", como si me hubieran reimplantado la memoria, y luego vuelvo al lápiz, pensando en que esa pregunta no será para mi, mientras él se salta algunos detalles que hacen que saque un cuatro y tanto, y la falta del trabajo no le da una buena nota, pero se gana el calificativo de "inteligente" del profesor. Tiene un buen atenuante, sin embargo. No ha de ser fácil hacer una tesis de Sociología tratando al mismo tiempo de estudiar para un ramo como este, de artículos arqueológicos, tembetás y cerámicas de incisiones reticuladas.

Quedamos tres. Uno se va con una respuesta más bien mala, y una nota correspondiente a aquello. Luego, la niña otra vez, y para que la corriente de los nervios, los nervios que no se me han desatado y han sido incapaces de hacerme temblar las piernas, como tantas veces, en interpretaciones de flauta y terminales infinitos, los voy echando con el molino que es mi lápiz y sus giros; fuerza suficiente como para expulsarlos en un canal de tranquilidad que los estoicos esos en que pensaba hace un rato envidiarían, y que no tiene la niña que está a mi lado, que esta vez responde más conclusiones que claridades, y está a punto de quebrarse, y el profesor le dice que se calme, y que esta vez su respuesta no da para una buena nota. Se retira, conteniéndose como puede. Irá al baño, supongo.

"Estamos solos", pienso, y eso me da risa para mis adentros. Afuera Pablo mira, ansioso porque le tocará a él, pero se permite hacerme un gesto de ánimo, que agradezco a la vez que trato de evitar, porque me desconcentra del ritmo del lápiz, que ha rodado y rodado durante estos minutos indeterminados de interrogación; tabla de salvación de este náufrago. Última pregunta, y luego de algunos comentarios, el inquisidor se da a la tarea de pensar qué preguntarle a este muchacho. Háblame del sistema de filiación mapuche. Y de mi boca pareciera salir un cuento, cuando me oigo decir "Todo comenzó cuando José Toribio Medina..." y luego recuerdo la controversia Latcham-Guevara, y la corriente, esa corriente fuerte y a la vez con tan pocas turbulencias que ha hecho fluir ese molino activado por mis manos en aguas invisibles, saca a flote el conteo de los indios de la Isla Mocha, y Silva, y la doble filiación, el cuga y el laku. ¿Algo más?, escucho decir otra vez. No, no hay más.

"Faltaron algunos detalles del artículo de Silva, pero está bien". Un 6,4 me dice, y, paradojas del destino, el trabajo me lo baja a un 6,1. "Así es la vida", pienso, aún sin convencerme tanto de que esa misma existencia me haya traído una nota así en una prueba como esa, como que aquellos giros hayan contenido mi pseudo-parkinson que suele desatarse en ocasiones mucho más baladí que esta. Le hago un par de consultas, me dice que haga pasar a quienes falten, y salgo. Me preguntan uno o dos como me fue. Me fue bien, ¿qué otra cosa podría decir?, y a sus caras que siguen con expresión interrogante les detallo que fue un seis uno. Entran todos, porque no quedan más, salvo el del pulgar levantado, que deban enfrentarlo con el discurso; ahora han de explayarse sobre el papel. Les dejo enfrentarse a sus propios leones, y yo bajo la escalera como corre por las escaleras la niña que va a recibir a su enamorado, con una sonrisa indisimulable, y aún siento el girar, el buen girar, el salvador girar de aquel lápiz entre mis dedos, que fue más que un simple lápiz, pienso, mientras me digo mi mismo que le he doblado la mano, y eso me hace reír en silencio, y me da ganas de contárselo a alguien.

(Cualquier similitud con la realidad... No es coincidencia.)

Saludos,

S.E., Mrcl. Eduardo Peñailillo B.

2 comentarios:

Oscar Cayul Aedo dijo...

entrete,....peñailo, un duro en su carrera...un duro de verdad. Grande

Ignacio dijo...

tu profe ¬¬ jajaja

latcham y guevara XD NoOoOooOooOo ...